Tuesday, January 3, 2017

El dios de la procastinación: ¿entre la pereza y la mediocridad?














Aplazar indefinidamente acciones importantes lo hacemos todos los días, que se pueden convertir en semanas, meses y años. Dos casos emblemáticos: una tesis para titularse o bajar de peso, pero se aplica más al mundo académico y laboral, cuando un exceso de confianza o falsa seguridad inducen dejar para después lo que se tiene que hacer en un plazo, y se deja hasta el último momento, y que al cumplirse da pie para repetir el ciclo procastinante y contaminar muchas otras de nuestras decisiones para empezar y terminar algo.

Este fenómeno se estudia como un trastorno del comportamiento que se explicaría en estados depresivos, obsesión perfeccionista, baja tolerancia a la frustración y por tanto igual autoestima, y manía de ideas inconclusas, y siempre hay algún pretexto para no realizar algo que incluso puede afectar emocionalmente a las personas por una diferida insatisfacción o arrepentimiento por las inacciones.
El llamado efecto Zeigarnik muestra que las personas somos más proclives a recordar y rumiar acerca de los asuntos inconclusos que las tareas finalizadas, y paradójicamente, según estudios las personas que procastinan tienden a la larga a conseguir mejores resultados que quienes hacen sus tareas anticipadamente. Otros estudios indican que en esos momentos de ocio en que aplazamos las tareas que son obligatorias o importantes, suceden los mejores momentos de la creatividad y el cerebro procesa la información, para dicha tarea, no está inactivo, pero si esa tarea requiere de un esfuerzo físico, la procastinación puede ser aplastante y eterna y el resultado, nulo.

Sunday, November 22, 2015

remedio para los males de amor

correr, correr, correr, hasta quemar los músculos, principalmente el cardiaco, para eliminar grasa emocional y residuos tóxicos.

si persisten las molestias, una bicicleta sin frenos en Reforma es una opción, pero solo en la Ciudad de México.

Dr. Z. Kevorkian

Wednesday, December 4, 2013

Tumor cerebral a la Schrödinger o, “¡carajo!, ¿qué tengo en la cabeza?”




Hace tiempo que quise escribir estas palabras; las pude escribir o no, y el único efecto medible sería en mi propia electroquímica emocional y mental. Estar aquí o no estar; vivir o morir; ver nacer y ver morir. Hace casi tres meses que murió mi tía Yola, y ocho semanas exactamente después falleció Gustavo García, quien fuera mi profesor en la UAM-X en el trimestre de cine, y también por estos días dejó de existir Lou Reed. Los tres han tenido una importancia decisiva en mi vida, por muy diversas razones, y no porque viera seguido a la hermana menor de mi madre, con apenas 65 años, ni porque conviviera con Gustavo poco más de tres meses en la universidad, saludos ocasionales en el último año y medio de la carrera, y claro, todas las veces que lo vi en televisión y escuché en la radio, leí en periódicos…  y no es que sea un fanático del fundador del mítico Velvet Underground…

¿Cómo es que estos tres personajes concurren en mi mente, con pisadas tan fuertes en mi imaginación, en mis sienes, ahora que fenece el 2013? Falta otra pieza en el rompecabezas, pero esa te la digo más adelante.

La tía Yola nunca se casó, y asumió el rol de amalgama y diversión de la chiquillería de sobrinos. Se terminaban los años sesenta, tenía un buen trabajo, un automóvil, le gustaba mucho el fútbol, pero ¡también lo jugaba!, y era la capitana de uno de los equipos “llaneros” de la colonia Portales, en la modalidad femenil; chaparrita y muy entrona, era de las mejores, goleadora, no se perdía los partidos en televisión. En innumerables ocasiones nos llevó de paseo, pero el poderoso motivo que hace evocar mi infancia es de los días en que pastoreaba a la bandada de sobrinos para ver las matinés de películas de luchadores en su época de oro.

Había funciones especiales de corridas de tres o cuatro películas y las veíamos todas, hasta salir embotados de tantos madrazos del Santo, Blue Demon, Mil Máscaras, Black Shadow, el Huracán Ramírez, el Rayo de Jalisco, la Tonina Jackson, y tantos otros, en las más truculentas aventuras, contra monjes locos, lobas, momias y hasta marcianos, que nos hacía soñar con la maldita Mano Negra y el jinete sin cabeza. No tengo la menor duda de que esas fuertes dosis de luz y celuloide prohijaron para siempre el duro efecto de la ficción, la fantasía, el heroísmo y la eterna lucha entre el bien y el mal, por más maniqueo y manipulado que sea el planteamiento, que detonó desde entonces en mi cerebro, con el gusto maniaco por la narrativa.

La tía Yola se ocupó de unir a la familia con el pegamento del afecto, de encargarse de la rutina de hablar por teléfono en los cumpleaños, y visitar a enfermos y a los ya varios ancianos de la familia… Hasta que una emergencia médica la llevó al fin de sus días en esta tierra.

Recuerdo muy bien la primera clase con Gustavo García, en uno de los edificios de la UAM Xochimilco, porque lo primero que dijo fue que ignoráramos la lista de lecturas que pedía cubrir el sistema escolar, y nos dio su propia bibliografía obligada, entre otros libros El emperador, de Ryszard Kapuściński, varios de Tom Wolfe, Truman Capote, Monsiváis, piezas del nuevo periodismo, novelas, y con la linterna mágica de una aguda inteligencia, un discurso envolvente, la barba y bigote que nunca abandonó, y que llevó mientas encanecía, con sabroso discurso verbo-gestual a generaciones de estudiantes hasta los misterios del cine de autor, alentándonos a investigaciones semióticas o personalísimas, con gesto elegante y una voz que sería reproducida tantas veces en programas de radio y televisión. Dejó para siempre en mi espíritu la avidez maravillada de la cinematografía… Hasta que una emergencia médica lo llevó al fin de sus días en esta tierra.

La música de Lou Reed no era particularmente de mi entusiasmo hasta que en los ochenta escuché sus discos de los setenta, los míticos arrebatos con Velvet Underground, y en los noventa sus discos de los ochenta, y leí de su vida escabrosa, exponencial, y su poesía arrebatada, hipster de sangre y hueso, y después alguien me regaló recién salido el disco New York (1989), pero al final fueron dos canciones las que permanecen en mi cerebro como ecos distantes: “Walk on the wild side” y “Perfect day” (ambas de 1972), ambas usadas en muy distintas películas, como Times Square (estrenada en México en 1981, titulada Las guerreras de Nueva York) sobre todo la segunda, en Trainspotting (1996). Ese día “perfecto”, se convirtió en un anti-himno en los días extraños de los paraísos artificiales del más alto gramaje. Momentos inolvidables de ternuras demenciales, ortodoxo hedonismo con la banda sonora de una música (electrónica) brutal, subterráneos que quise o debí recorrer para llegar a este hiper-presente que hoy me abruma de aire puro y una afrentosa sensación de energética libertad.

Para eso hay que caminar en el tiempo y encontrar la cuarta pieza de este rompecabezas.

Facturas infinitesimales o de cómo un felino crece en mi cerebro

La física me interesa mucho porque en la secundaria y en el bachillerato era una de las materias que tenía que rigurosamente “pagar” al final del ciclo escolar en la primera, segunda y hasta tercera vuelta, incluso en geometría analítica tuve que literalmente sobornar al corrupto y muy accesible profesor para poder pasarla y terminar la preparatoria, marca “patito”, que recibía al detritus estudiantil de quienes habíamos sido expulsados o no admitidos en otras escuelas, problemáticos jovenzuelos que lo último que queríamos era estar en un aula entre fórmulas de física.

Ahora tengo varios libros científicos zombies que esperan en mi librero a despertar de entre los muertos… Algún día en que me propongo enfrentar al gallo cartesiano por las navajas, allí entre el malhadado Tippens, con sus palancas, poleas, acústica y electrónica atrapadas en sus páginas, que gritan que hay aplicaciones prácticas para todo esto, así estén aplanadas en las amarillentas y nunca abiertas páginas.

Hace treinta y tres años, más o menos, me di un terrible golpe en el cráneo con el marco de metal de la puerta caída en la azotea de un edificio derruido, sin techo, al bajar los escalones brinqué como batracio, sin fijarme que me toparía de coronilla con el travesaño de hierro y poco después, tal vez un año, empezaron los tormentos neurálgicos, o al menos es el origen que quise pensar para mis dolencias de cerebro que hicieron su entrada triunfal en mi vida, devastándome durante décadas.

Pero también ese año empecé a someterme a todo tipo de presiones: me casé muy joven, tuve hijos muy joven, trabajé muy joven en lugares muy exigentes, todo lo viví muy rápido muy joven, y ya en mi madurez me tortura el dolor de cabeza, migrañas, cefaleas, neuralgias, punzadas, atrofia ósea y muscular, hipersensibilidad a los ruidos y a la luz, es decir, alimentando toda mi vida al monstruo que en secreto imaginé creciendo en el interior de mi cabeza, un enfurecido felino que cada vez con mayor malévola incidencia, me recordaba que algo malo, muy malo estaba ocurriendo. No tuve tiempo, o no quise tener tiempo para problemas de salud.

Ya cumplidos los cincuenta años, con el dolor encajado como parte acompañante de mi vida, dándome cuenta que un signo ominoso de la madurez es en espiral cada vez enterarte de más personas que padecen enfermedades o mueren. Y un principio paradójico empezó a llenar mi cabeza de suposiciones, especulaciones, abrumado por la tantas veces infalible “ley de Murphy” en la fatal casuística de “si algo anda mal, todavía puede ponerse peor”. ¿Qué andaba mal en mi cabeza? Durante muchos años se había sembrado la sospecha de un frijol maligno.

Si a eso le agrego negligencia propia y extraña en la atención de la incógnita, tenemos el cuadro perfecto de una tragedia de salud y personal, porque ¿quién no ha tenido un maldito dolor de cabeza en su vida? ¿Tú no? Bueno, el caso es que el cigarro, las temporadas de diversión alcoholizada, los tóxicos quesque recreativos, y tratar de tapar el volcancito mañoso de la jaqueca con bonito catálogo de analgésicos, algunos prescritos y otros “más fuertes” recomendados por un amplio espectro de familiares, amigos, compañeros… Porque… Eran sólo de vez en cuando y perfectamente “normales”.

El estrés, la contaminación, ya sabes, las presiones, y dos aspirinitas mitigaron durante un par de años la punzada, si las ingería justo en el momento para detener los trenes del dolor del trote al galope, pero con los años se empezaron a hacer más y más frecuentes los ataques malévolos, a veces inutilizándome en un rincón oscuro con el dolor en el tejido sobrecalentado más sensible del cerebro, y así pasaron ocho, diez años, y pronto había renunciado a todos los analgésicos, por inútiles, y opté por las remedios medievales: encriptarme y emparedarme, a veces aplicar hielo en el cráneo, o apretarme con una bandana, cañonear con agua helada y unas cuantas ocasiones lograr un efecto de shock-placebo sobre las sienes infladas y galopantes, pero nada efectivo.

Navegué un buen rato, con meses de tersura salpicados por un par de días de atroz postración, hasta que decidí ir al consultorio, a sabiendas de que podrían “batearme” porque ¿quién va al doctor por un dolor de cabeza?, seguía pensando, pero el galeno del Seguro Social me ordenó un check-up, me regañó por no haberlo hecho en los pasados diez años, y tres semanas después, un diagnóstico inesperado: hiperlipidemia, niveles altísimos de lípidos, grasas, que sin importar mi flaca figura, invadían mis conductos de pies a cabeza, dificultando la circulación, produciendo las forzadas pulsiones arteriales. Esa era la explicación de los dolores de cabeza, zumbidos, hormigueo y demás…Ya había dejadod e fumar hacía años, pero urgía cambiar de muchos hábitos alimenticios… Podría tardar varios meses bajar mis niveles de colesterol y triglicéridos, dos cómplices perfectos de muertes lentas y silenciosas… Pero en secreto para mí eran “buenas noticias”, porque ¡no era la cabeza!

Dejé los emparedados de crema de almendras con mermelada, los chocolates y dulces, gomitas enchiladas, los helados, pan, atracones de galletas, frituras, refrescos, tantos años en mi cuerpo, de un día al otro ¡estrictamente vedado! Dosis respetables de pravastatina y bezafibrato –que suelen contraer los músculos y dar calambres–, pero como detesto los fármacos, decidí hacerme vegetariano, y consumir sólo lácteos no grasos, y retomar el ejercicio físico de intensidad: ciclismo, patinaje, para empezar. Con todo, los famosos niveles no bajaron tanto como esperaba y se ha vuelto una batalla de años mantener dieta libre de grasas y azúcares, ejercicio, y sin medicinas, pero el maldito dolor de cabeza, ¡nunca se fue!, ni el zumbido, cuya frecuencia y tono se ha vuelto una especie de baumanómetro.

Hace poco más de dos meses, agosto de 2013, se desata la madre de todas las cefaleas, en intensidad y duración, más de veinticinco días, veinticuatro horas al día, incluso entre sueños, me asalta un hacha de obsidiana y me hace astillas la calma, inflamándome el cerebro y un cortocircuito agita varios de mis dedos de la mano izquierda, adormece el mismo lado de mi rostro, me preocupa en extremo y me lanza a una espiral de neurosis en un momento muy crítico en el trabajo, como siempre. ¿Ir a urgencias? “Sólo si hay vómito y convulsiones…” me dijo alguna vez uno de los doctores, es decir, sólo al borde de un aneurisma. Me recomendaron dos analgésicos que “calmarían a un caballo”, pero nada, la punzada feroz cabalgaba sin piedad.

Regresa el violento fantasma del tigre colérico y lo hace por la voz de una conocida que padeció los mismos dolores durante más de una década, doctores parecidos, diagnósticos disparados, pero nunca un examen neurológico, porque hasta entonces era carísima una tomografía o una resonancia magnética más los costos del especialista que consultar, ordenara e interpretara, por lo tanto en el Seguro Social tenían la política de sólo atender casos de comprobadísima contundencia, es decir, un absurdo de negligencia institucionalizada y legitimada.

Hace cuatro años esta persona tomó la iniciativa de conseguir una receta para tomografía, ahorrándose una primera consulta, y al mismo tiempo exagerar al máximo, como lo ya había hecho en reiteradas ocasiones, pero con un ingrediente extra, inventar el síntoma de un “preocupante desmayo” para penetrar la roca y sembrar la duda en el doctor en turno, y una vez conseguido el pase con el neurólogo, llegar con la tomografía en mano.

El tiempo es vital, literalmente, porque a ella le detectaron un tumor, del tamaño de un frijol, en medio del cerebro, pero “gracias a Dios”, dijo persignándose, no era canceroso. Se hizo cristiana y agradece todos los días por este “milagro”, porque con el tumor se esfumaron sus dolores de cabeza bajo el fuero del bisturí de láser. Explicó paso a paso la ruta que me invitaba a recorrer, y a enfrentar los hechos con valentía, y con mucha fe, sobre todo… mucha fe.

Procedí casi exactamente como me recomendó esta amiga de mi amiga, primero consiguiendo una receta que me ordenara la tomografía, y luego ponerme bajo la radiación de esa máquina que parece un túnel al que se entra de cabeza luego de ser inyectado con un colorante que eleva súbitamente la temperatura desde la entrepierna hasta el plexo solar con la sensación de un líquido caliente derramándose.

¿Que si me sentí nervioso? Fueron varios días de terribles conjeturas, de escalofriantes escenarios en que me veía de entrada sometido a la extirpación de un tumor, casi estaba seguro de que encontrarían algo, y estos temores fueron atizados por mis obsesivas consultas en internet de casos “parecidos”, y eso podría ser sólo el principio… del fin. Por eso el motor de la perversión autodestructiva empezó a acelerar las imágenes fatídicas, hasta cuestionarme sobre la encarnación de las ideas pesimistas durante años, hasta la “lotería” del tener o no tener un mal terminal, cuya trama empezaría a correr… Como una trillada película melodramática.

Pero entonces te haces a la idea, según tú, estás preparado “para lo que venga”, y piensas directamente en la muerte, ese vértigo de velocidades infinitas de los pensamientos del ya no estar aquí, en este mundo, pero ¿cuál? ¿En el planeta Tierra o en el mundo de los vivos? ¿Quiénes te llorarían? Tus de repente furiosas ansias de vivir, de no haber hecho aún cientos de cosas, el tiempo malgastado, ahora es un déficit en la chequera del tiempo, que ya no puedes recuperar. Te abruma esa sensación de brutal inutilidad, futilidad, de esta vida de apenas 50 años, y tan brutalmente insuficiente.

¿Hasta dónde llevas este germen de silogismos? ¿Cómo escapar de las mazmorras del “seguro que…” y del “pero es que también…”, en una dialéctica diabólica en que las suposiciones son navajazos en los nervios –por supuesto haciendo de la perfecta cefalea un escandaloso canto fúnebre–, y juras y vuelves a jurar, que aceptarás “como venga” ese destino? Ese que me esperaba demasiado fríamente en el mostrador donde me entregarían esos enormes sobres de cartón impresos con la amable publicidad humanitaria del laboratorio, con la clientela familiar extremadamente satisfecha, pero que podría ser la última ironía que haría de la vida una macabra carcajada, una burla gurroliana.
Como el pase a un especialista en el Seguro Social es literalmente kafkiano, busqué un neurólogo no caro, porque, después de todo, gastara poco o mucho, nada tenía que ver con que tuviera o no tuviera un tumor cerebral, que cada vez veía más como el funesto huésped causante seguro de mis males, ¿fatal o no?,  de mi ¿posible, probable?... deceso… ¿pronto, no tanto?, ¿de origen congénito, innato, adquirido? ¡Vale madres! ¿Acaso importa?
Sí en efecto, conozco de cerca, o conocí a sobrevivientes del cáncer; mujeres todas, del tipo cérvico-uterino, de mama… Después de todo ¿es común?, pero ¿también lo es sobrevivir? Totalmente o en batallas remisas, pero allí en ese punto todo, se vuelve significante, miles de piezas indispensables de un rompecabezas inacabado, de señales palpitantes, hipervivientes.
La perversidad repulsiva de una moneda al aire, con el cerebro partido de dolor, que se apodera de todo y crispa nervios y músculos, muerde los huesos. En el último volado, cara o cruz, águila o sol, probabilidades de caer bajo el imperio del cáncer, me llevaron a la vieja paradoja del gato de Schrödinger, como la única forma de consuelo. Cito de Wikipedia: “un sistema que se encuentra formado por una caja cerrada y opaca que contiene un gato en su interior, una botella de gas venenoso y un dispositivo, el cual contiene una partícula radiactiva con una probabilidad del 50% de desintegrarse en un tiempo dado, de manera que si la partícula se desintegra, el veneno se libera y el gato muere”. Es decir, yo no tengo la culpa, todo depende de un azar subatómico.
La noche de la víspera de la consulta, la vorágine de pensamientos y presentimientos en brumoso estado psicosomático, ya exhaustos los músculos y huesos de tanto elucubrar, voy arrastrando mis demonios hasta el consultorio, en una pequeña clínica compartida por varios especialistas. El neurólogo venía retrasado, con un auto en problemas, aunque ya cerca, dijo la recepcionista, fueron minutos expandidos en arcos de torcida exasperación dramática, fibras de cuerdas metálicas en su punto máximo de tensión. Con la musiquilla ambiental más inocua y aséptica y la brutal “normalidad” de la sala de espera, con un par de personas más que pronto desaparecieron detrás de las puertas de consultorios. Pensé en los relojes blandos de Dalí, el fuego sulfúrico de Guernica, los perros de Tamayo, de Rulfo, trozos de película, de mi trozo de película, formado de otros más pequeños que se remiten a unas cuantas escenas, malas o buenas el fin es unívoco, es una sentencia, hoy o mañana, pero ¿hoy, mañana?, ¿de veras?
Llega el doctor, totalmente distinto a como lo imaginaba, muy moreno, bajito de estatura, con una calvicie prematura y una sonrisa inexplicable. Pide disculpas y ofrece una mano sudorosa. Me asombro de mi propia elocuencia para resumir en dos minutos los últimos veinte años de mi doliente vida. “Me adelanté, doctor, por consejo de una amiga, y me saqué unas tomografías de contraste…” Las extendí con gesto medieval, como quien entrega al alguacil, único facultado para leerla, el pergamino de su sentencia, sin conocer el veredicto.
Un remedo de sonrisa se petrificó en mi rostro, curiosamente de pronto ¡el dolor había ¿desparecido?! No del todo pero, había un efecto magnético cuando vi pasar ante mis ojos hasta la pantalla de luz las gráficas de las rebanadas sectoriales de mi cerebro, para ser examinadas en menos de cuarenta segundos, para dar un diagnóstico demoledor, ¿inesperado?: “todo está bien con su cabeza señor…” Mi sonrisa debió convertirse en una papaya partida en dos y mis ojos dos cuencos de felicidad animal.
El neurólogo sonrió con más énfasis, alegre de verme alegre, y después abrió el sobre para introducir las enormes micas, y vio un papel dentro del gran sobre, sacándolo, y tras leerlo unos segundos ratificó: “en efecto, aquí está la interpretación del laboratorio, todo en orden con su cerebro”, lo guardó ante mis ojos voraces y me tendió el sobre
Pero eso no quería decir que no había problemas, después de una larga explicación, me extendió una receta con medicamentos reestructurantes del sueño y de los nervios, analgésicos novedosos de calcio que me restaurarían en unos seis meses los nervios maltratados durante casi dos décadas, sin la menor atención médica, me dice con galena sapiencia: “es el estrés acumulado, cefaleas nunca atendidas, las malas posturas, el insomnio…”
La buena noticia, me dijo, es que no soy el típico abusador de analgésicos, aspirinófagos recalcitrantes, sino todo lo contrario, había renunciado a ellos ahce mucho por ineficaces, pero esa era la mala noticia, que por el daño podría prolongarse el tratamiento. Por lo pronto, surto mi receta, ya habrá tiempo para métodos menos invasivos…
Tiempo, tiempo para ver atónito ese papel dentro del sobre, que pude leer hace muchos días y ahorrarme penosas horas de falsas agonías y sombrías blasfemias… ¿Será precisamente por eso que no se me ocurrió ni abrir el sobre? El resultado estaba allí, siempre, el tumor imaginario estuvo también allí, primero como idea, como un virus, un meme personal, porque ¿nunca estuve en riesgo? ¿Fue sólo un estúpido drama? ¿Tiene algún significado místico? Aquí no hay, no hubo, nada de nada…
Antes de surtir la receta que me dará días de felicidad química, reestructurando mis dolores y reparando mis nervios quemados, una señal aletea en mi cerebro: el primer día del resto de mi vida será una mudanza, que sabe a la soberbia de quien se ve a salvo de un naufragio, aunque haya perdido todas sus pertenencias, pero yo sé que del otro lado de la puerta, sea en el DF, en el Caribe o en Shangai, mi felino cuántico interior seguirá acechando, recordándome.

Sunday, October 27, 2013

Aquel septiembre de 2001 / parte tres



Nuestro guía y patrocinador de viajes sicodélicos, el promotor de artes plásticas, a quien llamaré en adelante Aqueronte, su amiga de unos 22 años, a quien llamaré Alicia, Lorenza, el pintor --a quien llamaré--- Fat Freddy Polock, Jefté y yo, nos dirigimos por un desarrollo suburbano con iglesia olor a ladrillos nuevos, una plazoleta, calles de tierra que a las once de la mañana lucía desolado porque casi todos los adultos estaban en el bloqueo de la carretera en protesta por la falta de agua.

Tomamos un sendero pedregoso y empinado con un clima más bien frío y húmedo, apendejados por la retirada del alcohol y otras sustancias que cada quien portaba en su flujo sanguíneo, co una golosa codicia que animaba nuestros músculos en pos de una EXPERIENCIA con hongos alucinógenos.

Aqueronte es de los que acude cada temporada de lluvias, incluso varias veces, además de cliente consentido le encanta pastorear a las almas sedientas carne terrosa y eclosiones ópticosensoriales, pero esta “familia” de fungófilos había crecido numéricamente y llegó para quedarse, porque de ser una excursión doce o catorce años atrás con algunos aventurados que podrían ser presa fácil de policías municipales, estatales o federales, o sus primos de profesión, los raterillos a salto de mata. Ahora se había convertido esto en un camping permanente de alucinados hasta la madre en hongo, según platicaba en su pegajosa barcaza verbal como guía de turistas con los pasos decididos de una tropa de nubes en el festín de truenos.

El plan era bajar la cañada por el sendero pedregoso y en el lecho de un río entregarnos a un almuerzo de carne de montaña, florecillas de los dioses, campánulas celestiales, o chonguitos sagrados, para la ocasión, pero ya desde los primeros pasos vimos los signos ominosos, incluso antes de llegar porque estábamos rompiendo con las reglas más elementales de un viaje, porque nuestros cuerpos estaban contaminados con tóxicos de diversa procedencia, la actitud y el estado no era el más adecuado; el pueblo estaba alebrestado por la falta de agua y bloqueaba carreteras, y ahora a la entrada misma del sendero que nos llevaría al, lecho del río, una insólita y rarísima montaña de zapatos viejos nos dejó la impresión suficiente para especular cosas raras y macabras, y no sé quién fue el inteligente que dijo “seguro aquí vienen a tirar los zapatos después de robar y matar a la gente…”

Si alguien le hizo caso, no lo sé, pero unos cuantos pasos más adelante un viejo leñador muy pobre arrastraba un fardo amorfo de desperdicios campestres y suburbanos, cartones, plásticos y láminas además de un haz de maderas y una afilada hacha, custodiada su mercancía por cuatro fieros canes, uno pequeño pero muy bravo y otros distantes, también amenazantes, más fornidos, el más de ellos, negro oscuro de mirada malsana que se contentaba con gruñir, cuando el pequeñito se abalanzó contra nuestros tobillos y pantorrillas, nos espantó lo suficiente pero nos dejó pasar, acelerados, sendero abajo.

Ya queríamos llegar, hacer nuestro picnic psicodélico y deambular por los alrededores, especialmente las dos chavas ansiosas empezaron a extraer algunos tallos, trozos sueltos para comerlos como botanas de camino. En el fondo parecía toda una irreverencia pero ya corría el primer año del milenio y todo parecía aburrido… Hasta el virus informático del 2000 y las muy localizadas demencias colectivas del fin del mundo se perdieron entre las insulsas televisiones vomitando gritos de una serie “de risa” repetida hasta el cansancio como la misma estúpida pizza de animales muertos convertidos en detritus deliciosos como las porquerías postcapitalistas de Afganistán e Irak, y acá en México en una pintoresca Foxilandia que empalidecía rapidísimo.

¿Qué había cambiado a la vuelta del calendario del milenio? ¿Un grado mayor de cinismo y perfidia? Nosotros, ingenuos protagonistas…

(Continuará…)

Wednesday, September 25, 2013

Aquel septiembre de 2001 parte 2



Después de pasar la noche en el departamento galería con los resabios de la noche poderosamente electrónica en el Parador Análogo en el bar cabaret La Perla, el tóxico masivo en la pista de baile en esas noches que se abarrotaba sacudida en la lujuriosa torsión del beat, y con los rebotes del bajo aún retumbando en el cráneo, bombardeados los tímpanos, aguardamos el amanecer, y muy temprano al Metro Tacubaya y hacia La Marquesa-Toluca-Santiago Tianguistengo.

El camión nos deja en San Cristóbal  porque no puede pasar, sin saberse claramente la razón. Somos seis. Necesitamos un taxi o un colectivo, y más de una hora después nos enteramos de que hay varias carreteras bloqueadas por lugareños que protestan por la falta de agua. Nos lo dice el taxista que finalmente aceptó llevarnos lo más cerca de San Pedro Tlanixco.

Nos dejó a la entrada del pueblo, pero la situación era bastante encendida. La gente se veía enojada, intimidante. El taxista no quiso acercarse más, y se quedó con 200 pesos que juntamos. Nuestra sola presencia cortó el aire y la gente parecía no entender qué hacíamos allí, con esas vestimentas extrañas, y lentes oscuros, caminar errático, risas de rostros demacrados, pero logramos pasar la valla de personas hacia el interior de un pueblo que veía totalmente urbanizado, a diferencia de la visita muchos años atrás, que era un pueblito de cabañas encaramadas en la montaña.

Caminamos hasta las orillas del pueblo, donde las cabañas grandes, de ladrillos y techo de dos aguas, con la familia que nuestro amigo conocía, con los platos más ilustrativos de la psicofarmacopea mexicana, carne de los dioses con sangre de psilocybe caerulipes; varias carnosas familias de teonanacatl se alinean suculentamente místicas, con sus torcidas sombrillas como de cera, largos monjes feroces dragones hidrocéfalos.

La humedad habita como un ente aparte, acaricia las cañadas con brazos de niebla nutre la bosta y eclosiona con vasta floritura de alcaloides, al abordaje de los nodos neuronales, las fractales conexiones, fabricaciones celestiales o pánicas de tejido encefálico. Esos pequeños paquidermos de orejas alucinógenas y piel rugosa con sabor a tierra santa.

Era la fiesta todavía de unas horas antes. Todavía no daban las diez de la mañana y ya queríamos masticar alumbre mágico. Lo más sencillo fue escoger cada quien la familia de su agrado, unas tan pequeñas como racimos de dedos de feto, o tan grandes como nabo con sombrero vietnamita, estriados y jugosos hongos de temporada, tomamos el camino de la cañada.

(Continuará…)

Aquel septiembre de 2001 parte 1



Dos semanas antes del ataque en Nueva York, un sábado primero de septiembre de 2001, estábamos en el bar La Perla, en el centro de la Ciudad de México, que en ese entonces era el lugar de residencia de Parador Análogo, el mítico crew de música electrónica, y empezamos a conspirar para salir rumbo a San Pedro Tlanixco varios de los presentes, estaba Lorenza, Jefté, dos amigos y una amiga de los cuales no recuerdo los nombres, uno de ellos pintor, otro promotor de arte y una chava amiga de ellos.

Fuimos al departamento del promotor de arte, donde almacenaba una cantidad impresionante de pinturas de artistas mexicanos, algunos conocidos otros no, pero la mayoría de una calidad indiscutible. Quería armar una galería virtual. Había varios cuadros del pintor, él bajo de estatura y bastante grueso de cuerpo, pocas palabras, con un humor divino y una sutileza espectral en sus cuadros, en que predominaban figuras entre el amarillo y el escarlata. La chica, muy callada con un estilo hippie en su vestimenta con una falda larga y tenis negros, y Lorenza juguetea con Jefté, como siempre, a puñetazos y patines.

Había dinero sólo para llegar a San Pedro, pero el promotor llevaba un cheque con una buena suma, y se decía segurísimo de que podría cambiarlo con gente conocida, de hecho él era el guía, conocía a las personas de tiempo atrás y había ido infinidad de veces, decía, a comprar hongos alucinógenos, acampar en lugar seguro para tener un viaje de lo más hermoso. Hacía casi doce años que yo había ido a San Pedro, doce años de la primera vez que probé los portentosos derrumbes. Le creímos… Salimos al amanecer.
(Continuará…)

Thursday, May 24, 2012

Chamacos de la cuarta edad


En una novela corta –tan corta que abortó destinada al cajón de los retazos ya tantos, acumulados entre criaderos de polvo, monsieur Duchamp, en la antigüedad de una caja de detergente de una marca ya muerta –, cuando alguna vez quise evocar o inventar en pluma y papel un futuro, pero no tan lejano,y especular ociosamente con la ruta de dos tendencias sociodemográficas, bonos generacionales, con ingredientes residuales, a cobrarse a la vuelta de la esquina, como quien dice… Podrían ser un uróboro que se muerde la cola, dos ominosos extremos que se tocan: 1) cada vez más niños y adolescentes comportándose como adultos, apoderándose de la cultura y el conocimiento, y 2) cada vez más viejos longevos comportándose como adolescentes y chamacos, en un conveniente Alzheimer, como dos hipotéticos símbolos paradigmáticos en este revuelto inicio del siglo XXI: Ipods y viagra.

¿Qué pensaron quienes tomaron decisiones desde mediados de los años 90 para modelar un futuro “mejor” por medio de la tecnología? La cibernética, la informática y la medicina en varios campos, “progresaron como nunca”, han creado una especie de Frankenstein de muchas cabezas porque la sociedad toda se ve imbuida en una fantasmagoría de mercadotecnia viral, en que la felicidad se mide por gigas de capacidad móvil de descarga y la “juventud” multivitamínica de superppíldoras y placebos de productos milagro, con mucha ética sin resolver.

Quienes tomaron estas decisiones no estarán vivos dentro de, digamos, treinta años entre los dos grupos de edad que entonces estarán entre los 7-14 y los 75-90 años (la curiosamente acuñada “cuarta edad”); no serán uno de esos los viejos que trotan incansables y andan en bicicleta, bronceándose en las playas, que visten y calzan a la moda y tienen sexo (los divorcios entre matrimonios de la tercera edad van en aumento). Menos aún estarán entre los adolescentes que imponen criterios, lenguajes, códigos y productos consumibles en el futuro que apenas rasguña nuestras puertas, como en un superdinámico videojuego de realidad virtual o una doble mortal en BMX, mundo que atrae como edulcorado parque de diversiones para los antiguamente ancianitos llamados con cariño “cabecitas blancas” o “abuelitos”.

Si bien falta mucho para ver centros de spa geriátricos con diversiones triple X y mucho viagra mejorado en las dulceras, y centros de negocios totalmente dirigidos por adolescentes, hoy se pueden experimentar los efectos colaterales de esta fase histórica de transición o “bisagra”, entre dos siglos, donde, otra vez, las principales víctimas, somos los exógenos bichos de la malparida “generación X”, la de la eterna crisis que, afortunadamente para entonces, también estaremos bien muertos (¿de veras?): una sociedad que busque “vida eterna” también debe tener su eutanasia express. La parte de los ancianos era la más avanzada en mi ociosa ficción.

En fin todo esto vino como haber destapado inadvertidamente una botellita del genio malandrín, con dos eventos hace una semana, con dos mundos en colisión que me tomaron por sorpresa, que me alcanzaron como bajados en la Deus ex machina, y que impelieron a desempolvar esos papeles y ver el bosquejo que me había figurado cuando escribí los apuntes, hace unos cuatro años.


I. Una extraviada “cabecita blanca”
Era un atardecer de ruido de automóviles sobre una calle con pocos transeúntes, en que se me regaló una curiosa epifanía: literalmente, una bendición, porque me dio ocasión de hacer una “buena obra” que brotó al divisar una ancianita que claramente pasaba de los 80 años, enjuta en sus 145 centímetros y lánguido esqueletito, y que ostensiblemente no era del rumbo. A unos pasos de la esquina de mi casa, todo un día en la calle, asoleado y sediento, se impuso a mi cansancio la conmoción de esa triste viñeta al aguafuerte, recortada encorvada en el moribundo sol poniente con ominosas bolsas del supermercado, alforjas de la pesada soledad y, aunque siempre soy reacio a comportarme como buen samaritano, por dispares pretéritas experiencias, la estampa era irrenunciable, y la venerable octogenaria no sólo aceptó mi asistencia sino también, muy compungida, una tremenda realidad: estaba totalmente extraviada.

Al liberar sus escuálidas manitas del cargamento perdí un poco el equilibrio por el inesperado peso, y regresamos sobre mis pasos para conducirla hasta la avenida y orientarla en la voraz urbe que anochecía a pasos agigantados. Estaba asombrosamente lejos, tanto de su casa como de la tienda donde salió en ruta equivocada, y fue que me empezó a colmar de bendiciones. Un poco a regañadientes reveló que a nadie tenía para acompañarla en tan penosa faena, nunca le había sucedido, qué pena… mascullaba, cada vez más angustiada por su extravío y agradecida por mi “aparición” en su camino, salpicándome cada cinco pasos de floridas bendiciones que laceraban mi piel como inmerecidas zalamerías de la mujercita de piel oscura y curtida.

Veinte minutos de bendiciones al “enviado del cielo”, luego de rehusarse, dictatorial, a que tomáramos un taxi hasta su casa, por temor o por auténtica pena, el caso es que insistí en acompañarla a lo largo de unas 14 cuadras no sólo a cargo de las cuatro pesadas bolsas, sino también el servicio de mi brazo como sostén para la atribulada abuelita, sin parientes a la vista, que a pasos muy lentos y menudos, me guió hasta su humilde morada, sobre la avenida División del Norte, a las 8:30 pm horario de verano, y a cada paso mis músculos y piel con una extraña, poderosa energía, emanada de un orgullo íntimo, incomprensible y hasta “sospechoso” para las personas que en el camino observaban la escena de un matudo flaco y erguido hombre de negro cargando bolsas del mandado y una encogida viejecita del brazo a paso mínimo sobre la avenida.

Después de una pausa de pocos segundos para cambiar las bolsas de brazos y darle al derecho más carga para que doña Silvia se pudiera tomar bien del izquierdo, mantuve la disciplina para conducirla sana y salva, atravesando dos peligrosos cruceros, hasta las puertas de su casa, que abrió con ceremonia para después pagarme con un frágil abrazo, despidiéndome yo besándole la frente, para regresar con la felicidad arrebolada en los músculos de los brazos, por fin libres del peso de la pequeña despensa quincenal de la solitaria doña Silvia, a quien recomendé comprar en un almacén más cercano, como el que pasamos de camino a su casa.

Tres días después me alegré extrañado, verla en esa tienda que le recomendé, algo se le habrá olvidado, pensé, y claro, no me reconoció cuando la saludé, y con la prudencia en las suelas me alejé saludándola sin insistir ni recordarle aquella caminata con las bolsas y mucho menos sus extensas bendiciones. Ese es el mundo de mi abuelita, de los viejecitos míticos que pueblan los recuerdos de mi generación y anteriores.


II. El dragón dorado
Unos días después una mordida de futuro me asaltó en ese mismo supermercado, al que acudí a comprar un cuaderno porque en la papelearía costaba el doble, me disponía a encadenar la bicicleta en un poste cercano a la salida cuando una flamante camioneta se estacionó a medio metro de donde hacía la maniobra y una señora de más de sesenta años bajó del lado del pasajero. Del volante descendió quien sería su esposo, un llamativo caballero bastante mayor que ella, en sus ochenta y tantos, pero ataviado a la moda motociclista cross, muy delgado, estrecha chaqueta de cuero negro, blanco y rojo, con leones y dragones asiáticos en la espalda; calzado deportivo negro, también de piel, de conocida marca de diseñador; lentes oscuros de amplios cristales reflejantes, el cabello tan blanco que parecía dorado, disparó de inmediato el recuerdo de la novelita olvidada durante años en el húmedo montón de otros papeles. Con la imaginación orbitando entre los personajes entré por un cuaderno que no encontré, así que salí casi de inmediato con la idea fija de desempolvar esa trama no bien llegara a mi casa.

No había terminado de desencadenar la bicicleta cuando el emblemático anciano me interpeló a unos pasos de distancia y primero creí que le interesaba saber algo del modelo de la bici, pero enseguida escuché que la reclamaba de su propiedad y exigía devolución inmediata. Quise inútilmente aclarar la confusión: el señor quería “su bicicleta” con tono cada vez más vehemente y acusatorio, los puños en ristre, y  me tomó por sorpresa; con una ridícula fuerza me empujó y eso me hizo dudar de su lucidez. Con la vista busqué a la mujer con quien llegó, pero sólo me encontré con los rostros interrogantes de un grupo de clientes y los locatarios de los negocios perimetrales, los empacadores de la “tercera edad”, atónitos espectadores.

Forcejeamos, guardé como pude la cadena de la bicicleta y pretendí trepar y desaparecer, pero el dragón me hizo perder el equilibrio y antes de sobreponerme hacía ademanes como de sacar un arma de su chamarra, y en una fracción de segundo brincó a su camioneta encendió el motor y lo creí en disposición de embestirme, como un desaforado dibujo animado maldiciéndome desde la ventana, y fue cuando el esqueleto me reclamó más instinto y fue el resorte que me puso de un salto sobre la bicicleta para esfumarme.

A cada pedaleada la competencia entre dos sentimientos allanaron el desfogue emocional de esa tarde: el poderoso deseo del desquite, de una revancha contra el senil energúmeno, pero cuando vi que a la bicicleta le faltaba el espejo, que compré apenas un mes atrás, escogiendo estúpidamente de los más caros, me sobrecogió una carcajada que desplazó la ira que me aconsejaba regresar y reclamarle el hurto y darle de perdida un coscorrón, pero me acordé de los muchos otros ancianos que conozco, algunos familiares, y pensé si en esa novelita existiría la eutanasia como un servicio público o privado, donde podría uno esperar sentado, como los empacadores en el supermercado, al esperar su turno.